domingo, 29 de junio de 2014

¿Dónde están las estrellas?



Érase una vez un gatito que siempre se dormía viendo las estrellas. No podía hacerlo sin ellas pues le relajaba mirar al cielo y contarlas; sentirse protegido por su luz. Así, en cuestión de minutos, cerraba los ojitos hasta la mañana siguiente.

Un día, llegada la noche, se dio cuenta de que sus estrellas habían desaparecido y además había tormenta y eso le asustaba mucho... bueno, digamos que le asustaba un poquito porque los gatos somos valientes...

Así que se hizo un ovillito en su cama e intentó cerrar los ojos y dormir... sin éxito. Buscó otras luces que le tranquilizaran: encendió la televisión, pero era demasiada luz y muy parpadeante. No le sirvió. 

Encendió una lamparita y la tapó con una tela, pero hacía muchas sombras y no quería imaginarse monstruos, así que la quitó y la apagó. También lo intentó con una linterna, pero no podía dejar de intentar atrapar esa luz misteriosa que se movía por la pared.

Según pasaba el tiempo se iba poniendo más nervioso. Se sentía incómodo porque estaba cansado y no lograba conciliar el sueño. Le faltaban sus estrellas. Así que armándose de valor, salió de la cesta y decidió ir a buscarlas.

Se encontró con unos gatos, que tampoco podían dormir y les preguntó: "¿dónde están las estrellas?". Ellos le dijeron que tampoco sabían dónde estaban y que por eso maullaban, para pedirles que salieran.

Siguió su camino y se encontró con un perro, escondido en su caseta. "¿Dónde están las estrellas?" le preguntó el gatito al perro, aunque a cierta distancia, porque los perros y los gatos no suelen llevarse bien. "No lo sé" - respondió el perro, "por eso estoy aquí asustado, aullando para que salgan y pueda dormir".

Nadie parecía saber donde estaban las estrellas así que decidió preguntarle al cielo. Se subió encima de un tejado y le habló, pero el cielo no le respondió. "Tal vez no me oiga y necesite un sitio más alto".

Trepó entonces un árbol muy alto. Pero tampoco le escuchó el cielo. Se subió en una farola y tampoco. A lo lejos vio entonces una montaña. Trepó, escaló, saltó... Hasta llegar a la cima más alta de la montaña. Entonces le habló al cielo: "¿dónde están las estrellas?".

Pero tampoco le contestó en esta ocasión. Fatigado y triste, decidió volver a su casa y esperar sentado, a ver si aparecían.

Un ratón curioso, que le había estado observando, decidió ayudarle, a pesar de correr el riesgo de ser devorado (aunque este gato parecía muy joven).

"Yo se donde están tus estrellas"- dijo el ratoncillo. "Se ocultan tras las nubes y por eso no las ves y no aparecerán hasta que se vaya la tormenta, pero allí siguen brillando en el cielo".

El gatito lo miró con interés, conteniendo todos sus instintos de perseguirle y con los ojos bien abiertos le preguntó: "¿entonces qué voy a hacer? no puedo dormir sin ellas..."

El ratoncillo, después de pensar un rato, dio con la solución: "Si prometes no comerme nunca, yo haré que unas estrellas brillen para ti las noches de tormenta".

"Prometido"- respondió el gatito.

Así, el ratón le dijo al gatito que se fuera a su cesta y cerrara los ojos hasta que él se lo dijera. El gatito hizo lo que el ratón le pidió y al cabo de unos minutos largos, el ratón le dijo que podía abrir los ojos.

¡Y lo que encontró era hermoso e increíble! Sus estrellas estaban brillando en el techo de su cama, ¡sólo para él!. Agradecido, el gatito saltó de su cesta para dar un abrazo al ratón... algo que le asustó un poquito... Y cuando le pregutó cómo había conseguido que las estrellas brillaran en su techo el ratón le respondió:

"No son estrellas, son luciérnagas. Ellas brillan siempre de noche y lo harán para tí siempre que te falten tus estrellas".

El gatito, contento, le dio las gracias a cada una (¡y eran muchas!). Pudo dormir tranquilo el resto de la noche sabiendo que sus propias estrellas velaban su sueño y que su buen amigo, el ratón, estaba a su lado.

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