Caminando iba, descalza, entre la hierba fresca y verde. Era noche de luna llena y entre los árboles penetraban intensos rayos de luna blanquecinos y resplandecientes. Alzabas la mirada y el cielo estrellado parecía brillar con más intensidad cuanto más le mirabas.
Anduve largo rato entre árboles caídos, pasé junto a la orilla de un río mientras el sonido del agua me reconfortaba de alguna forma. No estaba perdida, sólo dejaba que mis pasos guiaran mi camino.
Llegué, sin darme cuenta, al corazón del mismo bosque, un claro sin árboles, completamente despejado e iluminado por esa luna tan bella.
Allí, sentado en una roca, había un músico. Estaba improvisando, tocando para el bosque. Intentando no hacer ruído me acerqué y escuché. Su música pronto me atrajo y me envolvió, suave como un suspiro, fuerte como un abrazo, delicado como una caricia...
Él sólo sonrió, me miró intensamente y siguió tocando. En silencio me habló de mis sueños, de mis deseos, de mi pasado y de lo bonito y especial de mi presente. Cerré los ojos. Desnudó mi alma con calidez y ternura y embriagó mis sentidos con notas impalpables que me llevaron a un estado de éxtasis contínuo. Viajé a aquellos lugares que siempre imaginé. Me evadí de mi vida real para pensar en aquello que tal vez ya no pudiera llegar a tener o realizar.
Me enamoré de esa música. Era como si cada DO RE MI FA me hiciera el amor con dulzura y pasión, como si conociera rincones ocultos de mi misma que ni siquiera yo conocía. Me extravié entre tanto frenesí de emociones, me dejé llevar a un estado completamente eufórico admirada por el placer que la música me producía. Fue tal el delirio que, al rato, caí profundamente dormida.
Así pasó largo rato hasta que desperté. El músico ya no estaba. Miré a mi alrededor, le busqué. Tal vez fuese producto de mi imaginación... Sin embargo aquella mirada, aquella música perfecta, aquel sentimiento... Habían sido demasiado reales para aceptar que fueran sólo sueños.
Tras un largo suspiro, me levanté y continué mi camino. Cada paso que daba ahora era distinto: eran más livianos, diferentes. De alguna manera aquella experiencia me había transformado. No sabría decir cómo ni por qué. Pero allí estaba yo, alejándome del corazón de ese bosque, extrañamente triste y feliz, pero con la seguridad de que algún día volvería a encontrarme con aquel músico y con su magia.
Y esto es lo que ocurre cuando escucho "Andare" y "Primavera" de Ludovico Einaudi.